sábado, 9 de enero de 2016

Está amaneciendo sobre el mundo.


Está amaneciendo sobre el mundo
y todo es aún como una sombra;
el cristal donde la tarde se mira,
el aire ambiguo, en llamas,
bajo la línea oscura de la noche.
Su pálido abandono sobre el tacto,
en las horas frescas que van lamiendo 
el zócalo de piedra, 
donde todo es penumbra,
óxido de sal esperando al día,
en el que despertemos
al penúltimo sueño de los bosques,
encaje de humo, quieto, indiferente,
del todo inalcanzable, hasta que la hoja, 
ya reseca, reclama su voz bajo las aguas.

Cierro los ojos y la luz recién nacida,
me regala un silencio, una memoria, 
una forma, una quietud de manos soleadas,
cruzando los puentes que van más allá 
de la tarde que muere hoy  lejana y sola.
Nada se mueve sin embargo,
ni los pies de los árboles más viejos,
ni los húmedos pájaros que anidan
en el centro del lago.
Vuelvo el rostro y al filo de la media vida,
la claridad me inunda. 
Deposito mis párpados sobre la tierra,
para mirar de frente al universo
y descubro aquellas diminutas estrellas
que un día encendió el poeta
para ahuyentar el miedo.
_Oigan, si encienden las estrellas,
es porque alguien las necesita_ dijo;
y después las llamó escupitinas, y respiro entonces
y aunque ya, sin el agua bendecida sobre mi nuca,
voy dejando en una esquina las vanas promesas,
el absurdo balbuceo de unos labios,
el sobresalto de ir a la deriva, sola y amarillo,
como un cometa durmiendo en su origen,
y despacio me acerco a la alegría y espero,
solo espero, a que sencillamente la noche se vaya.